Nunca me han gustado demasiado las serpientes. Pero
cuando mi esposo y yo supimos que una serpiente de
cascabel de madera estaba haciendo un nido para sus crías
en el espacio debajo de nuestra casa, me di cuenta de cuán
profunda podía ser mi aversión a estas criaturas.
Cuando descubrimos por primera vez a dos pequeñas
serpientes de menos de 15 centímetros de largo en dentro de un
viejo madero debajo de nuestra terraza, dispusimos de ellas y con
el tiempo dejamos que nuestro desagradable hallazgo se perdiera
en el olvido. Aunque conocíamos el riesgo de las serpientes
venenosas, habíamos asumido que estábamos a salvo porque
vivíamos en un suburbio.
A salvo, sí, hasta una noche en que mi esposo casi pisa
descalzo a otra pequeña serpiente de tamaño similar en el garaje.
Era momento de llamar a algún experto en el manejo de serpientes.
Al examinar el espécimen, el hombre identificó a la serpiente
como una bebé cascabel de la madera. Luego el experto en el
manejo de serpientes descubrió el nido de la serpiente cascabel
debajo de nuestra casa.
Yo asumí que mi familia estaba a salvo hasta que las serpientes
se hicieron visibles. Pero mi paz mental descansaba sobre lo que
yacía en la superficie, no en lo que realmente había allí.
Al enfrentarnos a este descubrimiento, tuvimos que hacer una
elección — dedicar varias semanas a intentar atrapar a todas las
víboras, o mudarnos por una semana mientras nuestra casa se
convertía en un lugar inhabitable para las serpientes.
¿Cuán a menudo hay pecados peligrosos escondidos viviendo
debajo de la superficie de nuestras vidas cristianas? ¿Cuán a
menudo creemos equivocadamente que un pecadito es menos
mortal (Isaías 59:5)? ¿Cuál es nuestra reacción cuando el pecado
escondido en nuestras vidas sale a la superficie? ¿Asumimos que
con el tiempo el pecado se resolverá solo? ¿O lamentamos que
nuestras iniquidades nos hayan separado de Dios y tomamos
acción inmediata para hacer que nuestras vidas se conviertan en un
lugar inhabitable para el pecado (59:2)?
En última instancia, debemos estar dispuestos a pedirle al
Espíritu Santo que revele los pecados, incluso los «pequeños» que
han permanecido escondidos en nuestras vidas. Al hacerlo,
evitaremos ser envenenados por lo que yace debajo de la superficie.
—RF