¿Alguna vez has hecho una caída a ciegas con algún amigo? Juntas fuertemente tus brazos a los costados, te pones rígido, y caes a ciegas hacia atrás en los brazos de tu amigo. El objetivo del juego es hacer que tu amigo te coja, demostrando con ello que confías en él. Tú esperas, esperas de verdad, ¡que simplemente no te caerás al suelo!
Nunca he sido realmente bueno en las caídas a ciegas. En primer lugar, no puedo coger muy bien a las personas que caen. Ya sea que aterricen en mis brazos o no, ambos terminamos en el suelo. En segundo lugar, no confío lo suficiente en que las personas me cogerán cuando caiga hacia atrás. Generalmente termino simplemente de pie mientras mi amigo espera impacientemente detrás de mí.
Algo similar me sucede en mi caminar con Jesús. En vez de confiar en Él, algunas veces me niego a dejar que Dios maneje algún problema que estoy enfrentando. «¡No!» le digo, «¡Yo puedo hacer esto solo!» Y me quedo allí de pie mientras Él espera pacientemente — listo para cogerme.
A menudo entro en razón y me rindo a Dios. En Sus manos capaces el problema se resuelve pronto — aunque no siempre de la manera en que yo lo habría resuelto. Lentamente, estoy aprendiendo que al simplemente darle mi todo a Él lleva al mejor resultado.
Cuando Jesús les estaba gritando a las multitudes en Juan 12, estaba poniendo en claro que los creyentes deben confiar en Él, obedecerle, y no intentar ir por su cuenta (vv. 44-47). Si lo hacemos todo solos, entonces, ¿para qué necesitaríamos a Jesús?
No podemos lograrlo solos, y ésa es la razón por la que es tan importante que nos rindamos a Él. Jesús vino a salvarnos, a amarnos, y a ayudarnos. Al aprender a confiar completamente en Él, aprendemos obediencia y nuestra fe se hace más profunda. Digámosle esto a Jesús: «Listo, aquí voy. Caigo en Tus brazos.» —Stephanie Widner, Colorado