Atrapado en una jaula que ligeramente más grande que su propio cuerpo, el león apenas si podía avanzar dos pasos hacia delante y dos pasos hacia atrás. Durante casi toda su vida, el animal pasó cada momento y cada día en su jaula, haciendo lo mismo una y otra vez.
Un día, después de muchos años, el león finalmente fue liberado en una bella sabana, la cual se extendía a lo largo de incontables kilómetros en toda dirección. Pero todo lo que éste hacía era dar dos pasos hacia delante y dos pasos hacia atrás, una y otra vez. Aunque la jaula ya no existía, el león imaginaba que seguía allí, entre él y la absoluta libertad.
Algunas veces puede ser difícil para nosotros dejar ir ciertos pecados aun después que se los hemos confesado a Dios. Algunos de nosotros nos aferramos a ellos con tanta fuerza que nos hemos encarcelado en jaulas innecesarias de culpa y vergüenza, en vez de permitirnos experimentar la libertad de la gracia de Dios.
Según 1 Juan 1:9, «Si confesamos nuestros pecados, El es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad». Cuando Jesucristo vino a la tierra, se ofreció a Sí mismo como un sacrificio perfecto, sin mancha e intachable, para morir por todos los pecados de la humanidad — no sólo por algunos de ellos. Era algo eterno y universal para cada generación.
Siempre que pecamos y luego confesamos con honestidad nuestros pecados a Dios, Él arroja esos pecados a las profundidades del océano (Miqueas 7:19) y ya no los recuerda (Hebreos 10:17). En Salmos 103:12, la Biblia promete que «Como está de lejos el oriente del occidente, así alejó de nosotros nuestra transgresiones.»
No hay pecado que alguna vez sea demasiado grande para el perdón de Dios, porque no hay pecado que alguna vez sea demasiado para el sacrificio de Jesús. Es la promesa de Dios para nosotros, y Sus promesas nunca fallan porque Su fidelidad nunca falla. Si Dios puede dejar ir nuestros pecados cuando los confesamos, ¿por qué nosotros no? —David Yuen