«¡Oh, que telaraña tan enredada tejemos,
cuando primero practicamos el engaño!»  —Sir Walter Scott, Marmion

Una antigua canción dice, «Josué presenta la batalla de Jericó», pero no conozco canción alguna que menciona que Acán empañó la victoria por medio de su engaño Justo antes de que los israelitas entraran a Jericó, Josué les advirtió que no tomaran botín alguno porque «la plata y el oro, y los utensilios de bronce y de hierro, están consagrados al SEÑOR; entrarán en el tesoro del SEÑOR» (Josué 6:18-19).

A pesar de la advertencia, Acán tomó parte de los despojos para sí, pensando que nadie jamás lo sabría. Cuando el pecado de Acán quedó expuesto, él y toda su familia fueron eliminados.

Antes de descartar este incidente como un duro castigo del Antiguo Testamento durante la era de la ley, debemos considerar la historia de Ananías y su esposa, Safira, miembros de la iglesia del primer siglo en Jerusalén. Hechos 5:1-11 registra sus muertes durante la era de la gracia porque hicieron una cosa y trataron de hacerla ver como si fuera otra.

Cada vez que mentimos o fingimos, damos un paso atrás de la realidad. Nos engañamos a nosotros mismos, pensando que nadie lo sabrá. Con el tiempo, nuestros sentimientos iniciales de culpa se convierten en una sensación de auto-justificación y creemos que lo que hicimos estaba bien, y no mal. Ya sea rápida o gradualmente, el engaño mata.

El engaño comienza a erosionar nuestras relaciones con los demás mucho antes de que éste se descubra. Aun cuando esté oculto, insensibiliza nuestro corazón hacia Dios.

La única cura es el arrepentimiento y la confesión sinceros, primero a Dios y luego a las personas involucradas. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, El es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:8-9).

Cuando engañamos, comenzamos a morir. Cuando adoptamos la verdad, comenzamos a vivir . . . de nuevo.  —DCM