Mi «auelita» (abuela) y yo éramos muy unidas. Cuando era pequeña me quedaba con ella, no porque mi mamá necesitara que ella hiciera de mi niñera, sino porque yo quería estar con ella. Auelita era la mejor cocinera, contaba las historias más grandiosas, daba los mejores abrazos y me amaba sin condiciones. Estuvo enferma durante todo un año antes de morir, y aunque todos sabíamos cuál sería el desenlace, aun así su muerte fue un golpe.
Han pasado casi diez años desde que mi auelita se fue, y algunas veces, el golpe que experimenté —el dolor— los vuelvo a sentir.
Al día siguiente de su muerte, yo estaba echada en mi cama, sollozando y desesperada por uno de esos abrazos de auelita que hacían que todo se sintiera mejor. Sabía sin lugar a dudas que ella estaba en el cielo. Ella fue salva cuando era adolescente y era una devota cristiana. Pero eso no impidió que yo la extrañara (y no me impide extrañarla ahora). No sabía qué más hacer, así que me arrodillé junto a mi cama y comencé a orar por algún tipo de consuelo.
Entonces algo sucedió. Sentí como si los brazos de alguien rodearan. Parecía como si casi escuchara a alguien susurrar a mi oído. «Shh . . . no llores.» Pronto dejé de llorar y sentí completa paz. Había orado por consuelo, y Dios me lo había dado.
Al leer la historia del hijo de la viuda en Lucas 7, siento esa misma paz, ese mismo consuelo. El Señor vio a la mujer sufriendo y «tuvo compasión de ella» (Lucas 7:13). La consoló. Luego cambió su dolor en gozo al devolverle a su hijo.
Duele cuando pierdes a alguien a quien amas. Y hay momentos en que pensamos que el dolor nunca se irá. Pero Jesús dijo: «No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros» (Juan 14:18). Su corazón tiene compasión de nosotros. ¡Qué consolador es eso! En todo momento que estamos sufriendo, Jesús tiene compasión de nosotros. Él nos consolará al extender nuestras manos a Él. —Jennifer Farley, Kentucky