Hace varios años acepté un nombramiento en la Comisión del Gobernador para el Año de la Familia de las Naciones Unidas. La reunión de inicio se celebró en el centro de la ciudad de Detroit. Allí había una gran cantidad de personas conocidas e influyentes: políticos, empresarios, personalidades de la radio, figuras de los deportes y el alcalde de la ciudad de Detroit.
Nadie me dio la bienvenida. Nadie me habló. Nadie me estrechó la mano. Me sentí fuera de lugar e invisible. Luego, Ernie Harwell, el locutor del equipo de béisbol Los Tigres de Detroit, se presentó y me hizo sentir como en casa y aceptado.
No sabemos por qué Simón el fariseo invitó a Jesús a su casa para una fiesta, pero sí sabemos que Jesús no se sintió como en casa. Simón no le ofreció la cortesía acostumbrada de lavarle los pies polvorientos. No le dio el saludo de ese entonces, que era un beso de amistad y bienvenida. Tampoco se molestó en ungir la cabeza de Jesús con aceite, una señal de honra y de estima.
Jesús debió haberse sentido como un intruso hasta que «una mujer que era pecadora» entró en la habitación. Luego rompió un frasco de perfume y le ungió los pies. Jesús destacó a Simón la devoción y compasión de ella. Ella había hecho lo que él en su orgullo no había logrado hacer.
La mujer dio a Jesús el amor y el respeto que Él merecía. Expresó su fe en Él y su gratitud por su perdón. Estaba ilustrando esta verdad: el secreto de un corazón amoroso es olvidarse de uno mismo y darse a alguien en sincera devoción.
Dios quiere que tengamos ese tipo de corazón compasivo y amoroso, en especial hacia las personas que son ignoradas, hacia aquellos que no son aceptados, los intrusos. Él quiere que nos interesemos más en lo que podemos dar que en lo que podemos obtener. —DCE