En 1879 se le pidió a un candidato improbable, James Murray, que fuera el editor del Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa. Murray contaba con muy poca educación superior, pero tenía capacidades lingüísticas impresionantes. Su predecesor había compilado sin orden ni concierto definiciones en pedazos de papel y los había metido en costales. ¡Su peso combinado sobrepasaba las palabras que les asignaba. En la Universidad de Oxford, contaba con un pequeño personal de eruditos que lo ayudaban, además de sus propios hijos. Para cuando murió, James Murray había recibido un doctorado honorario de Oxford y había sido nombrado caballero por la reina. Pero el proyecto aún no estaba terminado. En 1928, cuando la visión de Sir James Murray finalmente quedó realizada, ¡el Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa tenía doce volúmenes!
Firme creyente en Jesucristo, James Murray creía que su trabajo con definiciones precisas era su llamamiento de parte de Dios. Él entendía que las palabras son el medio por el cual nos comunicamos unos con otros. La importancia de las palabras se extiende incluso a la revelación que Dios nos hace a nosotros de Sí mismo. Murray veneraba la Biblia y su mensaje eterno. Puede que a su alrededor corran con fuerza ríos de palabras de crítica, pero la Palabra de Dios se mantiene firme en medio de la corriente.
La Biblia afirma que fue un Autor Divino quien escribió a través de instrumentos humanos. Pablo nos dijo: «Toda Escritura es inspirada por Dios» (2 Timoteo 3:16). Pedro explicó que Dios movió a los que escribieron la Biblia para que fueran «llevados» como un barco que navega movido por el viento (2 Pedro 1:21).
Depositemos nuestra vida en el fundamento seguro del «conocimiento de Dios» (1 Pedro 1:2) —DF