David era la epítome de lo máximo: instruido, se sabe expresar muy bien y con un aire de confianza que rayaba en excesiva desenvoltura. Y era ateo.
Marcos consideraba a David intimidante, pero de todos modos quería compartir a Jesús con él. Así que comenzó la larga tarea de derretir el hielo: invirtió tiempo en llegar a conocerlo.
Nunca antes Marcos había escuchado el tipo de desafíos a su fe que David le lanzaba. Marcos comenzó a escudriñar su Biblia, a consultar comentarios y a contactar amigos con conocimientos de teología y ciencia. Y lo más importante, oraba por su amigo.
A medida que estudiaba, Marcos ganó confianza. Y con el paso de los meses y los años, se ganó la simpatía de David, y David veía con más simpatía el mensaje del evangelio. Pero seguía escéptico.
Un día David preguntó: «Si la salvación es tan sencilla, ¿cómo es que la Biblia es tan grande?» Marcos pensó por un momento. Ayúdame en esto, Señor, oró.Y el Espíritu Santo dio a Marcos justo lo que necesitaba.
«La Biblia es la guía de Dios para toda la vida —comenzó diciendo—. Nos dice cómo vivir, cómo tratar a nuestros cónyuges, cómo criar hijos. Nos dice cómo administrar un negocio, cómo manejar un gobierno, cómo adorar a Dios. Nos dice por qué hay maldad en el mundo, y por qué suceden cosas malas a la gente buena. Nos dice cómo comenzó el mundo y cómo terminará, por qué usamos ropa y por qué tenemos diferentes idiomas. Es el cuadro más claro de la condición humana jamás escrito.»
«La verdadera pregunta es» —concluyó Marcos— «¿por qué la Biblia es tan pequeña?»
Compartir nuestra fe forma parte vital de pertenecer a Jesús. Pero antes de que los demás nos escuchen tenemos que ganarnos su respeto. Pablo, el antiguo erudito, sabía que sus lectores vivían en medio de «una generación torcida y perversa». Los instó a vivir vidas tan ejemplares que resplandecieran «como luminares en el mundo» (Filipenses 2:15).
Si alguien que conoces es hostil a tu fe, ¡sigue brillando! —TG