Me encanta cuando alguien le pide a mi esposa o a mí que contemos la historia de cómo nos comprometimos. Tenemos que preguntar: «¿Cuál de las historias?» La primera es dolorosa… y vergonzosa. Yo tenía el escenario perfecto: en la cumbre de una montaña en las Rocallosas bajo un cielo iluminado por la luz de la luna. Había comprado el anillo perfecto: un diamante solitario de corte clásico de un quilate. Sabía que tenía a la chica perfecta.
Pero sólo segundos después de que Miska dijera «Sí», me volví loco. En su emoción, ella me preguntaba repetidamente: «¿Estás seguro? ¿Estás seguro?» Proponerle matrimonio ya me había puesto nervioso, y enfrentar la pregunta de que si estaba seguro, de que si tenía la certeza, fue más de lo que pude soportar. Mi escenario perfecto terminó con el momento más desgarrador de mi vida cuando Miska me devolvió el anillo. Ella sabía con certeza que no podía casarse con un hombre que estaba tambaleándose en la incertidumbre.
La segunda historia sucedió seis semanas más tarde. Sorprendí a Miska apareciéndome en la puerta de su casa ya bien avanzada la tarde. Con férrea determinación le informé que la amaba, que quería pasar el resto de mi vida con ella, y le supliqué (de nuevo) que se casara conmigo. Le ofrecí el anillo, y sabía que si lo tomaba, éste nunca saldría de su dedo. Nos íbamos a casar… sin importar la agitación que mi mente pudiera experimentar. El anillo era mi firme promesa, una garantía de la profundidad de mi compromiso.
Pablo mencionó tal garantía a los efesios: el Espíritu Santo es un sello, una «garantía de nuestra herencia» (Efesios 1:14). La iglesia primitiva era un movimiento en ciernes. Contaban con pocos recursos y con menos poder aún. Muchos en la comunidad de fe se estaban jugando su reputación y su medio de subsistencia por las afirmaciones de este llamado Jesús.
Jesús había dicho que los placeres de la eternidad valían el riesgo de la fe ahora. Había dicho que abandonarse a la realidad que Dios les invitaba a vivir les traería un gozo más profundo del que jamás habían experimentado. Pero tenían que confiar. Y cuando sus corazones se abrieron a la voz del Espíritu percibieron que la realidad de Dios era más cierta que el aire que respiraban o que la tierra que estaba debajo de sus pies. Era la realidad de Dios, su verdad. Garantizada. —WC