«¿Podrías orar por mi hermana?», preguntó, incómodo, el fornido obrero. Lo miré de manera sospechosa.
Hacía unos meses, el bochornoso calor del verano intensificaba las emociones de la atmósfera, antes de una huelga en la planta de ensamblaje donde yo trabajaba en esa época. Los supervisores movían la producción a paso frenético y los miembros del sindicato se resistían. Durante los descansos, los jefes sindicales nos instruían para que redujéramos nuestra actividad. Mi fe y mi idealismo me pusieron en una situación complicada, porque yo creía que lo único que Dios esperaba de mí era el máximo esfuerzo. Inocentemente, traté de explicar mi posición.
Mis compañeros de trabajo reaccionaron con hostilidad, y ese fornido obrero fue el cabecilla. ¿Alguna tarea indeseable…? Allí iba yo, obligado a hacerla. Era el blanco de los chistes más subidos de tono.
Por eso, sospeché de ese pedido de oración. «¿Por qué yo?», pregunté. Su respuesta me sacudió: «Porque ella tiene cáncer —dijo con aspereza— y necesito alguien a quien Dios oiga». El rencor desapareció cuando oré por su hermana.
Como en el caso del centurión de Lucas 7, los que atraviesan tormentas en la vida no pierden el tiempo ni andan con rodeos, sino que recurren directamente a aquellos cuya fe consideran real. Debemos ser esa clase de personas. ¿Nuestra vida nos señala como una persona buscada, por estar en contacto con Dios?