Como escritor con dos décadas de experiencia, a menudo he regresado a este tema cuando escribo a los jóvenes adultos: Vivan una vida sin que tengan nada de qué lamentarse.» De hecho, acabo de excavar de los archivos un empolvado artículo de 1985 llamado «Sin lamentaciones». En él hice un llamamiento al lector diciendo: «Tu energía, tus fuerzas, tu vigor, tu agresividad y tu juventud son activos que pueden impulsarte hacia delante. ¿Por qué desperdiciar tu juventud en actividades que sólo te traerán lamentaciones?»

Escribí ese artículo cuando mi hija Melissa tenía menos de un año de edad. No lo escribí teniéndola a ella en mente, pero ahora que lo pienso me doy cuenta que de alguna manera ella recibió el mensaje. Dos primaveras atrás, cuando nuestra familia se reunía en medio de un dolor sin sentido en el funeral de ella, tuvimos el indescriptible consuelo de saber que Melissa dejó este mundo sin tener grandes lamentaciones. Su fe la había guiado a disfrutar de una vida de 17 años de duración que es digna de recordar por su bondad y devoción.

¿Cómo lo hizo? ¿Acaso fue una adolescente que nunca se divirtió? ¿Acaso se quedaba en su habitación y escuchaba cintas bíblicas todo el tiempo? ¿Acaso su idea de la emoción era conseguir un nuevo catálogo de la Sociedad Bíblica Internacional?

No, Melissa vivió a un paso rápido, frenético y divertido. Tenía un novio que la trataba con respeto. Jugaba en dos equipos deportivos universitarios y lo hacía bien. Conducía un antiguo automóvil con asientos cubiertos de piel de cebra velluda. Le encantaba broncearse, salir con sus amigos y vivir en el centro comercial. Cada día llevaba consigo una gran sonrisa al colegio, y trataba de hacer que todos los que la rodeaban fueran felices.

Pero ella sabía dónde poner el límite. Escribió en su diario que quería asegurarse de «que mis padres y Dios estuviesen orgullosos de mí». Podía enfrentar cada día como una nueva aventura, sin los obstáculos de las profundas y dolorosas lamentaciones que acompañan a las acciones que descarrilan vidas.

La vida de Dios está en tu vida. Si has sido redimido por Jesús, Él te ha provisto del Espíritu Santo para que te dé fuerzas para hacer lo correcto. Asegúrate de que cuando tu vida termine —sin importar a cuánto tiempo estés de ello— no tengas grandes lamentaciones.   —JDB