Para mí, sostener una Biblia en mi propio idioma es casi algo en lo que ni siquiera pienso. No debe ser así. Pensé en mi rica herencia espiritual cuando derramé café en una de mis Biblias la semana pasada. A pesar de secar el líquido rápidamente, quedó una débil mancha marrón en el borde de las páginas. La mancha fue algo perturbadora para mí. De manera instantánea supe por qué.
Hacía varios años visité el Scriptorium, un museo dedicado a la conservación y el aprecio de antiguos textos cristianos. Allí vi la Biblia del Mártir, un volumen manuscrito macizo y desgastado por el tiempo que fue lanzado al cuerpo de un seguidor de Jesús que había sido asesinado. La sangre de la víctima había calado las páginas del libro, y se había secado, y oscuras manchas dieron forma a un testimonio visible del raro heroísmo de nuestros predecesores espirituales.
Mirando fijamente la mancha imprevista de café en mi Biblia (resultado de mi propio descuido), percibí la actitud de poco aprecio que mostraba hacia las Escrituras. Tengo una abundancia de Biblias y materiales de estudio al alcance de mis dedos. Pero el privilegio a dicho acceso se lo debo a otros que arriesgaron su vida (y que algunas veces la perdieron) para la gloria de Dios.
Hebreos 11 habla de toda clase de héroes de la fe que enfrentaron la adversidad y que finalmente ganaron. Eran hombres y mujeres ordinarios, pero tenían un profundo amor a Dios y a la verdad que culminó en una fe extraordinaria.
Algunos «conquistaron reinos, hicieron justicia» y «escaparon del filo de la espada» (vv. 33-34). Pero otros fueron «apedreados, aserrados, tentados, muertos a espada… (de los cuales el mundo no era digno)» (vv. 37-38).
Algunos escaparon de la muerte, mientras que otros sufrieron terriblemente. Pero todos sirvieron a los propósitos más elevados de Dios, y nosotros somos los beneficiarios.
Estudiemos la Palabra de Dios como si nuestra vida dependiera de ello, porque así es. —TG