En los años de la antigua Grecia, un meteorito cayó del cielo. El filósofo griego Anaxágoras supo de ello y concluyó que la roca humeante era un pedazo del sol que había caído a la tierra. Esto tuvo enormes implicaciones teológicas para la antigua cosmovisión griega. Después de todo, el sol no era el dios Helios, ¡sino sólo un trozo de metal encendido.
Hoy, las conclusiones de un griego escéptico del siglo V a.C. parecen casi ridículas. Todos sabemos que el sol es una gigante bola de gas, y que los meteoros son macizos de roca que se calientan al entrar en la atmósfera de la tierra a alta velocidad. Pero Anaxágoras usó los datos que tenía. A pesar de la evidencia tan vaga, la opuso contra las opiniones religiosas griegas de aquel tiempo. Él era un incrédulo.
Hubo otro escéptico en el primer siglo de la era cristiana. De hecho, se ganó el sobrenombre de «el incrédulo Tomás». Luego de la desilusión de ver que Aquel a quién había seguido murió por medio de la lenta tortura de una cruz, ¡se le dijo que Jesús había resucitado de entre los muertos!
Tomás respondió como un científico empírico: «Si no veo en sus manos la señal …, y … pongo la mano en su costado, no creeré» (Juan 20:25). Lo que Tomás exigía era «ver para creer».
Una semana más tarde, Jesús se le apareció a Tomás y le tomó la palabra en su desafío a tener una prueba. La fría mente racional de Tomás cedió a la emoción abrumadora cuando se arrodilló y proclamó: «¡Señor mío y Dios mío!»
Luego, Jesús hizo esta profunda declaración: «Dichosos los que no vieron, y sin embargo creyeron» (v.29).
Las dudas forman parte de un auténtico andar en la fe. Jesús no nos pide que creamos a ciegas. Él ha provisto relatos presenciales de su vida, muerte y resurrección, evidencia empírica para un escéptico del primer siglo. Ha garantizado la fiel transmisión de estos registros que «se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; y para que al creer, tengáis vida en su nombre» (v.31). —DF