Elcana tenía dos esposas, Ana y Penina. Penina había sido bendecida con muchos hijos; Ana no había dado a luz a ninguno. Penina se aprovechó cruelmente del espíritu herido de Ana y la colmó de vergüenza y sarcasmo. La vergüenza se daba fácilmente en una cultura en la que los hijos significaban el favor de Dios y servían como indicador de condición social. Los crecientes años de esterilidad de Ana la obligaron a ir a lugares sombríos y a plantearse preguntas profundas. ¿Qué le pasaba? ¿Acaso Dios la odiaba? ¿Valía ella algo? ¿Era ella realmente femenina?
Era el momento de hacer el viaje anual a Silo, adonde se unirían a las festividades de adoración: celebraciones, sacrificios, deleite en la bondad de Dios. Ana fue, pero su corazón no estaba en un estado de gozo exaltado. Ella estaba quebrantada y vacía No tenía nada que dar… excepto su dolor.
Hay dos maneras en las que comúnmente respondemos a Dios cuando pasamos por épocas en que todo lo que sentimos es dolor, y cuando el sufrimiento es nuestra única constante. Una de estas respuestas es negar nuestra angustia, ponernos nuestras sonrisas plásticas y ofrecer comentarios apagados (a veces incluso acompañados de citas bíblicas fuera de lugar) en el sentido de que «al final todo va a salir bien». La otra respuesta es correr, optando por ignorar al Todopoderoso y rechazarlo, un bálsamo equivocado para nuestra desesperación. Ninguna de estas dos respuestas es adoración.
Al llevar su «gran congoja y aflicción» delante de Dios, Ana ofreció una forma de adoración: un derrame honesto de su alma a Dios. Ella acudió a Él y no se guardó nada. Soltó ante Dios todas sus lágrimas, toda su desesperación y todas sus preguntas (a veces, posiblemente incluso acusaciones), creyendo que Él era lo suficientemente grande como para manejarlas.
Si la adoración requiere integridad, esa era la única manera. En momentos como ese, la fidelidad a Dios demanda que nuestra agonía se desate. Nos engañamos a nosotros mismos cuando contenemos la profundidad de nuestras emociones imaginando que las circunstancias que nos rodean son demasiado pesadas para el Creador, o que nuestra duda le exigirá demasiado.
Si Dios es el Señor de toda nuestra vida, esto incluye nuestros lugares más sombríos. Nuestro llamamiento no es que los ignoremos, los ocultemos o los disimulemos, sino que los llevemos fielmente ante Él. —WC