En la entrada principal del estadio United Center de Chicago se levanta una estatua de Michael Jordan. La figura saltando se burla de la gravedad cuando «Su Aireza» está por consumar un tiro de canasta. Bastante impresionante.
¡Pero imagina la locura de inclinarte en oración ante una estatua! Sucede.
En mi calidad de cristiano influenciado por la cultura occidental, pienso en los ídolos como reliquias del pasado. Pero en todo el mundo, mucha gente todavía adora imágenes hechas por el hombre. Ya sea que estén hechas de madera, de metal o de piedra, estas creaciones se sientan silenciosamente mientras que los adoradores les oran o colocan ofrendas delante de ellas.
Los ídolos –los ídolos reales— son un gran problema en el mundo. Algunos son símbolos de la religión. Otros, tales como el tributo de la Ciudad de los Vientos a una estrella del deporte, dan evidencia de la adoración idolátrica de mi cultura a celebridades que simplemente son tan humanas como nosotros.
Los que adoran a ídolos son conscientes de una verdad significativa: ellos mismos no son el centro del universo. Pero el centro de su adoración está mal encauzado. «Todos los dioses de los pueblos son ídolos —dice el salmista— pero el SEÑOR hizo los cielos» (96:5). «Gloria y majestad están delante de Él; poder y hermosura en su santuario» (v.6).
El Dios vivo trasciende infinitamente a todos los demás dioses. En contraste con las imágenes impasibles y frías que representan a dioses que murieron hace mucho o que nunca han estado vivos, sólo el Señor es capaz de escuchar nuestras oraciones. Sólo Él puede dar a nuestra vida el verdadero significado y la trascendencia eterna.
Los que conocemos a Jesús tenemos trabajo que hacer. Necesitamos construir puentes transculturales hacia los pueblos que desesperadamente están buscando la verdad en los lugares equivocados. Sólo hay un Dios que merece nuestra alabanza y que escucha nuestras oraciones. —TG