Entre nuestras amistades familiares hay una pareja que, al igual que mi esposa y yo, está luchando por encontrarle sentido a la muerte de su hija adolescente ocurrida por un accidente automovilístico. Lindsay murió el 11 de septiembre del 2001, y nuestra hija Melissa murió casi nueve meses después.

Ambas se conocían y habían ido a la misma escuela y a la misma iglesia por años.
En el segundo aniversario de la muerte de Lindsay, su madre escribió un artículo para nuestro periódico local contando su terrible experiencia. Una de las imágenes más tristes y más evocadoras e inquietantes en su artículo era ésta: luego de describir cuántas fotografías y cuántos recuerdos de Lindsay ha puesto por toda la casa dijo: «Está por dondequiera, pero en ningún sitio.»

Nuestras hijas todavía nos devuelven la sonrisa desde esas fotografías, pero las personalidades llenas de vida que encendieron esas sonrisas y que soltaron esas risas llenas de gozo no han de encontrarse en ninguna parte. Están por dondequiera: en nuestro corazón, en nuestros pensamientos y en todas esas fotografías… pero en ningún sitio.

En efecto, cuando nos damos un tiempo para meditar sobre este enigma de la vida nos damos cuenta de que hay una respuesta. En realidad, no es que Lindsay y Melissa no estén en ningún lugar. Como cristianas que eran, están disfrutando de la presencia de Jesús. En el momento en que dejaron sus cuerpos aquí en la tierra pasaron a la presencia del Señor. De hecho, se reunieron con Aquel de quien podríamos decir que no está «en ningún lugar, pero en todas partes».

No vemos a Dios en forma humana. Ciertamente no contamos con fotografías de Él sonriendo sobre la repisa de nuestra chimenea. De hecho, si vemos por toda nuestra casa, puede que pensemos que Él no está en ningún lugar. Pero sabemos que eso no es verdad. Sabemos que Él es omnipresente: Él está en todas partes. Adondequiera que vayamos en esta tierra, Dios está allí. Está allí para guiarnos, para levantarnos, para fortalecernos, para consolarnos y para recordarnos quién es. No podemos ir a ningún lugar adonde Él no esté (Salmo 139:7).

No, no lo vemos, pero Jesús está en todas partes. Podemos estar seguros de su amor y de su paz cada día.  —JDB