«Todos los científicos —incluyendo los agnósticos y ateos reen en Dios. Tienen que hacerlo para poder realizar su trabajo.» Así comienza Vern Poythress un artículo titulado, «Por qué los científicos deben creer en Dios». Obviamente, hay científicos que niegan la existencia de Dios. Sin embargo, los que creen en Dios se maravillan ante su creación.
Esto es lo que el salmista ilustra de manera tan elocuente en el Salmo 104:24. Tendemos a pensar en los mandamientos de Dios como que fundamentalmente se relacionan con el comportamiento que es bueno para nosotros, tal y como lo encontramos en los Diez Mandamientos. Pero lo que el salmista está celebrando es el hecho de que Dios puso el universo en movimiento y lo mantiene unido (Colosenses 1:17).
Los científicos hablan del azar en la naturaleza, pero la verdad es que no podrían hacer su investigación si en verdad todo operara al azar. Pueden colocar satélites en ubicaciones fijas específicas sobre la tierra para mantener operando de manera precisa nuestras unidades de navegación de los sistemas de posicionamiento global de mano debido a que las leyes naturales de Dios son consecuentes y dignas de confianza. Si tratas de colocar satélites en un sistema solar donde la fuerza de gravedad fluctúe día a día —y donde un día tuviera una duración de 13, 42 ó 6 horas— ¡no va a funcionar! Para que las leyes sean leyes deben ser constantes, siempre dignas de confianza.
Otro hecho es que estas leyes no fueron inventadas por los científicos. Siempre han estado allí. ¿Quién creó esas leyes y las hace cumplir? La lógica nos dice que las leyes implican un legislador. Sólo la inteligencia reconoce a la Inteligencia. Nuestro universo, que funciona como un mecanismo de relojería, apunta a un Dios bueno, constante, digno de confianza, inteligente y personal.
«En algún lugar allá afuera» hay Alguien, no sólo leyes impersonales. A algunos científicos no les gusta oír eso porque también podría significar que Alguien está esperando que ellos reconozcan su presencia. —DO