Ami hijo le encantaba la rampa para bicicletas que recibió para su cumpleaños. Estaba montando bicicleta sobre ella y «recibiendo un poco de buen aire» tal y como lo describió, pero luego sucedió. Estaba «volando» por el aire, y cuando aterrizó, se dio la vuelta sobre los manubrios. ¡Gracias a Dios por los cascos!
Desde entonces no ha vuelto a usar su rampa para bicicletas. La rampa está en la vereda frente a nuestra casa, y cuando monta bicicleta finge como si ni siquiera estuviera allí. Tiene miedo de volverse a lastimar. No lo culpo.
Instintivamente tratamos de protegernos. Si tocamos algo caliente, aprendemos que nos hace daño y no volvemos a tocarlo de nuevo. Si un caballo de 680 kilogramos nos lanza, puede que abandonemos el rancho y nos compremos un perro.
Muchas veces tiene sentido evitar lo que es doloroso. Sin embargo, eso no siempre sucede en las relaciones. ¿Por qué? Porque algunas veces duele tener una relación con los demás. Somos pecadores y, ya sea de manera intencional o no, de vez en cuando herimos a alguien que amamos, o nos hiere alguien a quien amamos.
«¡No pierdo más tiempo con las relaciones!» —podríamos decir luego de jugarnos el corazón y haber sido rechazados. Impedimos que los demás se nos acerquen demasiado. Nos aterra la idea de volver a amar, porque amar significa volver a arriesgarnos a ser rechazados y a que nos desgarren el corazón.
En algún momento, mi hijo necesitará volver a probar la rampa para bicicletas. Tendrá que arriesgarse a lastimarse para que otra vez pueda disfrutar de la emoción de «recibir buen aire».
Si te han herido en alguna relación (¿a quién no?) y te ha vuelto frío y distante, piensa en lo que te estás perdiendo. Estudia la relación entre Pablo y Timoteo y mira el aliento y la intimidad que compartían (2 Timoteo 1:1-7). Hay un gozo que viene al compromiso y la comprensión.
Piensa en lo que ganas al abrirle tu corazón a los demás. Verás que vale la pena el riesgo de volver a intentar tener una amistad. —AS