Jesús había dejado instrucciones implícitas a los pocos que habían permanecido fieles: LLEVAD MI MENSAJE HASTA LOS CONFINES DE LA TIERRA. Parecía insensato y audaz pero ingenuamente optimista, un esfuerzo condenado al fracaso. Jesús planeó que sus seguidores hicieran discípulos de toda nación y tribu, trayendo con ellos una nueva comunidad y una nueva humanidad.
Una banda variopinta de discípulos… todo un mundo. Y un mensaje acerca de un carpintero galileo que ni siquiera se había quedado con ellos. ¡Imposible!
Entonces ¿por dónde comenzarían? Semejante tarea requeriría de una planificación estratégica y de maniobras precisas. Pero la ctividad de los discípulos en aquellos primeros días luego de la partida de Jesús ofrece pocos ejemplos de un liderazgo astuto. Vemos pocas técnicas que seguir, o pocos principios de liderazgo que reproducir. De hecho, no vemos gran cosa de nada. Ellos esperaron… sencillamente esperaron.
Y Dios comenzó a moverse. Y la gente comenzó a responder. Y miles a la vez comenzaron a volverse al Mesías. La lectura de los Hechos revela cómo la Iglesia primitiva, sumida en una revolución y ante un llamamiento imposible, no hizo nada notorio y muy poco que pudiera llamarse innovador. De hecho, se podría decir que era ridículamente sencilla.
Se reunían para escuchar la revelación de Dios. Comprometieron sus vidas a relacionarse y a cuidar unos de otros. Oraban y compartían alimentos alrededor de la mesa del Señor. Y Dios se movió y el mundo cambió.
¿Estamos sedientos de tal realidad? Nuestra misión no es más pequeña que la de la Iglesia primitiva ni menos riesgosa. Y sin embargo, a menudo nos hundimos. Nos rendimos ante cómodos cheques de nómina y ante amistades seguras pero distantes. Hemos perdido de vista el hecho de que somos una comunidad de peregrinos andrajosos. No compartimos nuestra vida ni oram juntos. No vivimos verdaderamente juntos. No amamos.
Y el mundo no cambia. —WC