La otra noche tuve un sueño extraño. Un amigo y yo estábamos sentados en un parque bajo la sombra de un árbol muy grande. Era un bello día soleado. Mi amigo estaba sentado al borde de la sombra del árbol, recibiendo todo el impacto del sol. Así que me moví hacia un lado dejándole más espacio bajo la sombra. Pero él no se movió. Siguió donde estaba. Luego de mantener su distancia por un rato se levantó y se fue, sin dar razón alguna, sin despedirse.
Si estás en la universidad y te estás especializando en sicología, probablemente ya estés analizando mi sueño. (¡Hazme saber lo que se te ha ocurrido!) No creo que haya mucho al respecto, aunque sí me desperté sintiéndome solo.
La soledad es cuando revisas el correo cada día y sólo encuentras anuncios del supermercado. La soledad es cuando los únicos mensajes electrónicos que recibes en tu casilla son los de suscripciones gratis a revistas, o cuando el presentador de las noticias es la primera persona que te ha visto directamente a los ojos en todo el día. La soledad es cuando la única llamada telefónica que recibes en toda la semana es de un vendedor. Pero la verdadera soledad a menudo es resultado de una gran pérdida personal.
En Lucas 7, Jesús se encontró con una mujer que había perdido su mundo. No es ninguna casualidad que entre los pocos detalles que se nos da de ella se incluyera que era una «viuda», y que el muerto que llevaban delante de ella era su «único hijo». Los que investigan la tensión nerviosa nos dicen que en la escala de tensiones, el evento que causa la mayor tensión es el de una madre que pierde a un hijo. Para esta mujer, perder a su único hijo era dolor sobre dolor. Jesús consideró a esta mujer, previó su so sintió su dolor y resucitó a su hijo.
Puede que en nuestra soledad sintamos que hasta Dios está guardando Su distancia. Pero no es así. Él se preocupa. «Padre de los huérfanos y defensor de las viudas es Dios en su santa morada. Dios prepara un hogar para los solitarios» (Salmo 68:5-6). –SV