En la Suiza del siglo XVI, un teólogo francés se sentó en su estudio a reflexionar en los caminos de Dios. El hombre había experimentado mucho sufrimiento personal. Se había casado con una viuda que tenía un hijo, y los había perdido a los dos a causa de una enfermedad. Su propia mala salud era legendaria: parásitos intestinales, úlceras estomacales, migrañas y tuberculosis lo atormentaron durante toda su vida.

Este pastor recibió tratamientos médicos bien intencionados pero ineficaces. Un ejemplo de esto fue la «terapia» que le recomendaron para los cálculos en los riñones. Le dijeron que se fuera a montar a caballo para sacar las piedras de una sacudida. Esto dio como resultado un gran dolor y sangradura, pero poco alivio de la enfermedad.

Sin embargo, a pesar del dolor que sentía en cuerpo y alma, mantuvo una carga de trabajo muy exigente predicando, aconsejando a la gente y llevando a cabo sus responsabilidades eclesiásticas y civiles. Escribió extensamente sobre una doctrina bíblica que iba a afectar vidas en todo el mundo en generaciones futuras.

La doctrina de la cual escribió es la «providencia», la creencia de que Dios tiene control de los acontecimientos y guía el destino humano. Era una doctrina que por siempre se asociaría con él, pues este pastor era el brillante teólogo Juan Calvino. A pesar de su dolor personal, Calvino se deleitaba en la realidad de la providencia de Dios.

«Pero una vez que la luz de la Divina Providencia ha iluminado el alma del creyente, éste siente alivio y liberación, no sólo del temor y la ansiedad extremos que antes le oprimían, sino de toda inquietud. Porque al estremecerse ante la idea de la casualidad, puede encomendarse a Dios con confianza» (Institutes of the Christian Religion [Institutos de la religión cristiana], Volumen I, p. 193).

La próxima vez que creas que todo está sucediendo por casualidad, anímate. Dios todavía tiene el control.
«Y sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito» (Romanos 8:28).  —DF