William Harvey (1578-1657) tenía un problema. El fundador de la fisiología estaba frente a una realidad que no concordaba con el pensamiento de la época. Al estudiar detenidamente los sistemas circulatorios de los mamíferos, descubrió que sus válvulas y venas sólo permitían el flujo de sangre en una dirección. Pero desde la época de Galen (nacido alrededor del año 130 d.C.), los científicos habían estado convencidos de que la cosa roja fluía de uno a otro lado en las venas y arterias, más o menos como el flujo y reflujo de la marea de un océano.

Harvey decidió revelar su hallazgo. La revolucionaria idea fue aceptada y cambió el curso del estudio científico del flujo de sangre en el cuerpo. Harvey, quien creía en Dios, dijo: «La vida, por tanto, reside en la sangre (tal como nos informan los escritos sagrados).»

Los escritos sagrados a los que se refería son Levítico 17:11,14: «Porque la vida de la carne está en la sangre.… porque la vida de toda carne es su sangre….»

Para el que cree en Jesús, estas palabras tienen gran significado. Dios había revelado a Moisés que la sangre era especial a sus ojos. Para expiar el pecado, Él exigía que esta sustancia especial —simbólica de la vida misma— se usara. Por tanto, los sacerdotes aplicaban el líquido vital de incontables corderos, toros y otras criaturas a los antiguos altares.

Jesús, el Cordero de Dios, derramó su preciosa sangre de manera que nuestro Dios santo nos considerara aceptables. «Entonces mucho más, habiendo sido ahora justificados por su sangre» escribió Pablo en Romanos 5:9. Su sacrificio abrió el camino para que la gente fuera salva de sus pecados.

En Apocalipsis 5, el apóstol Juan escribió: «… con tu sangre compraste para Dios a gente de toda tribu, lengua, pueblo y nación» v.9). Y, «El Cordero que fue inmolado digno es de recibir el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, el honor, la gloria y la alabanza» (v.12).

Alaba a Jesús ahora mismo por la realidad de que Él derramó su sangre, que da vida, por ti.  —TF