Imagínate un entrenador de fútbol que reciba la siguiente nota de su mariscal de campo novato a mitad del entrenamiento: ¡Oh! cuánto amo tu libro de jugadas! Medito en él todo el día. Tus jugadas me hacen más sabio que mis enemigos, porque esas jugadas siempre están conmigo. Tengo más discernimiento que todos mis entrenadores, porque medito en tus enseñanzas. Poseo más entendimiento que los veteranos, porque obedezco tus reglas. He guardado mis pies de toda violación a las reglas para poder obedecer tu palabra. No me he apartado de tus reglas, porque tú mismo me has enseñado. ¡Qué dulces son tus palabras a mi paladar, más dulces que la miel a mi boca! De tu libro de jugadas obtengo entendimiento; por tanto, aborrezco toda mala jugada dentro o fuera del campo.

Ahora bien, ese entrenador, o bien expulsaría al tipo por burlarse de él, o, si descubriera que lo dice en serio, sabría que tiene una joya en sus manos.

Los que están en autoridad valoran el respeto y la atención cuidadosa que prestan para aprender las personas a quienes enseñan. Al entrenador le encanta el alumno dispuesto que hace preguntas y en realidad escucha el consejo. El jugador veterano aprecia al novato que presta atención a su consejo.

Y Dios considera un verdadero gozo la atención que prestamos a su Palabra. Le encanta cuando encontramos sus palabras dulces al paladar, sus mandamientos deleitosos de obedecer, y sus normas dignas de hacer el esfuerzo de seguirlas.

¿Amamos la ley de Dios? ¿Pasamos tiempo a menudo pensando en sus normas y en cómo aplicarlas? ¿Nos damos cuenta de queconfiar en las instrucciones de Dios nos guardará de malos caminos que pueden llevarnos sólo a la destrucción?

El libro de jugadas de Dios es nuestra mayor guía en la vida terrenal. Escudriñémoslo y aprendamos a jugar por las reglas… las reglas de Dios.  —JDB