De vez en cuando me escapo a una librería local para cambiar de ambiente y tomarme un buen café. En mi búsqueda más reciente del perfecto café gourmet, un grupo de madres con niños en edad preescolar hicieron una bulliciosa entrada en la librería. Pidieron cafés helados descafeinados con tripe crema batida o algo así. Por mí no había ningún problema ni con los cafés ni con los mocosos. Me encantan los niños…generalmente.
No me encantan todoslos niños. (Esaes la terrible confesión.) Ese día había un niño de tres años que insistía en gritar, vocear, mejor dicho, dar alaridos diciendo «Hola» en TONOS CADA VEZ MÁS ALTOS y a nadie en particular, aparentemente en un esfuerzo por captar la atención de todo el mundo.
Con la excepción de su mamá, dio resultado. El niño correteaba de un lado a otro del café. Corrió por toda la tienda, se subió por los muebles, empujó los tramos de los libros, aterrorizó a todo el mundo. Los refugiados huyeron del café en manadas.
Su madre, que charlaba en un inglés impecable del medio oeste americano, finalmente se volvió para hablar al niño en un tono muy tranquilizador… y en francés. (Esto es raro, porque yo vivo en Michigan.)
¡Fantástico!—pensé—. Éste va a ser un pandillero culto.Vivimos en una sociedad que premia la autorealización. Sin embargo, el hombre más sabio que jamás vivió premiaba la restricción paterna: «Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, y no abandones la enseñanza de tu madre» —escribió Salomón (Proverbios 1:8).
Es evidente que Salomón estaba pensando en la instrucción moral, no en clases de francés. Salomón recordó la guía de sus propios padres: «También yo fui hijo para mi padre, tierno y único a los ojos de mi madre, y él me enseñaba…» (Proverbios 4:3-4). Todo el capítulo trata de una vida disciplinada.
Sin sabiduría, sin guía, sin un carácter piadoso, la gente carece de cualidades esenciales para vivir vidas piadosas. Gracias a Dios por los padres y los líderes que enseñan esas cosas. —TG