Una de las palabras hebreas que significa «desierto» quiere decir literalmente «el lugar adonde Dios habla». Es fácil comprender por qué. El desierto puede ser un lugar de tremenda necesidad. Antes de poner un pie en el desierto necesitas ciertos suministros básicos: agua, comida, protección del sol ardiente y las noches heladas, mapas y zapatos diseñados para el terreno. Aun así, hay peligros: animales salvajes, desorientación, desaliento, fatiga y desesperación.

Cuando sales al desierto entras de inmediato en una fase de supervivencia. En el desierto, es cuestión de vida o muerte.

Los hijos de Israel pasaron mucho tiempo en el desierto. Desde el momento en que cruzaron el mar Rojo hasta que entraron en la Tierra Prometida 40 años después, pasaron por un desierto tras otro. De hecho, muchos acontecimientos vitales del Antiguo Testamento ocurrieron en el desierto.

Dios habla en el desierto de muchas formas. A menudo usa su generosa provisión. Los israelitas sobrevivieron porque Dios les dio alimento y agua, además de zapatos y ropa que no se gastaran. Y en el monte Sinaí, Dios habló proveyendo a Israel de una revelación nueva: los Diez Mandamientos y la Ley mosaica.

Puede que nuestras experiencias desérticas no ocurran en el desierto ni en la profundidad de los bosques. A veces es justo adonde estamos, atrapados en las ocupaciones y el clamor de nuestro ambiente cotidiano. Nos parece que vamos andando pesadamente por arena profunda. El aire parece seco, es difícil respirar y estamos al borde del agotamiento.

Si estás en ese lugar ahora mismo, recuerda: es el tipo de situación en el que Dios lidia con su pueblo. Estás en una intersección de tu vida adonde tu corazón está abierto al llamamiento, la orden y la provisión de Jesús.

Estás en el lugar adonde Dios habla.  —DCE