Todas las niñas quieren ser princesas en algún momento de su vida, así como todos los niños quieren ser bomberos. ¡Qué chévere sería vivir en un palacio o en un castillo! Una princesa tiene sirvientes que le sirven completamente, y se pone las ropas más bellas. Sin embargo, estos beneficios no fueron lo que me sedujeron. Lo que me atrajo fue la idea de ser considerada especial debido a mi herencia. Puesto que soy estadounidense y tengo pocas tradiciones étnicas, supongo que la realeza me parecía misteriosa y deseable.
Era mi primer año en la universidad y estaba en casa cuando me encontré con un versículo conocido: 1 Corintios 9:25. (Sí, para ese momento en mi vida me había dado cuenta de que nunca iba a ser princesa, pero mi deseo de formar parte de una familia noble no había disminuido.) Puesto que detesto el ejercicio, nunca me había identificado con la primera parte de este versícuo. Pero como estaba tratando de ser una cristiana concentrada y diligente, seguí leyendo. La última parte captó mi atención: «Ellos lo hacen para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible.»
¿Una corona? Las únicas personas que reciben coronas son las que ganan y las que son de la realeza. Yo había leído este versículo muchas otras veces, pero ahora tenía sentido. ¡En realidad yo era una princesa! Me acordé de otros versículos que hablan de ser hijo de un Rey y supe que era verdad.
No puedo ni explicar lo fantástico que fue ese momento. Dios me mostró enseguida que yo era especial, que formaba parte de una familia noble. Siempre que me siento desilusionada conmigo misma o con mis circunstancias, recuerdo que soy de la realeza. Tú también lo eres, si eres seguidor de Cristo. Formamos parte de la familia más maravillosa del mundo.
Así que la próxima vez que sientas desaliento o tristeza por tu vida y lo que te gustaría que fuera, recuerda tu título: Hijo o Hija del Rey. Y dale gracias a Dios porque Él te escogió para que formaras parte de su familia. —Carson Newman (Indiana)