Me encontraba esperando el autobús en una parada llena de gente cuando una adolescente empezó a vociferar obscenidades. Regresó gritando y vociferando al área de espera, y, con el rostro enterrado en las manos, comenzó a sollozar. «Lo siento» —dijo a las personas que estaban a su alrededor— y continuó llorando.
Una mirada rápida reveló claramente su situación. Un grupo de muchachas que abordaron el autobús después de la escuela la habían desairado y le habían hecho saber que no era bienvenida entre ellas. Casi podía escuchar sus palabras no pronunciadas: «Ni se te ocurra subir en este autobús con nosotras, porque no te que remos cerca.» Ni siquiera la miraron cuando ella dio rienda suelta a su ira y frustración.
El rechazo siempre duele, y puede ser uno de los dolores más profundos que experimentamos en la vida. Nos hiere en el centro de nuestro ser cuando otros nos excluyen y nos esquivan por ser quienes somos. La mayoría de nosotros estaría dispuesta a hacer grandes sacrificios para evitarlo.
El darnos cuenta del inmenso dolor del rechazo aumenta dramáticamente nuestra gratitud por todo lo que Jesús soportó cuando vino a la tierra. Las palabras del profeta Isaías son una predicción viva de lo que nuestro Salvador habría de soportar por hacer la voluntad de su Padre y morir por nuestro pecado:
«Fue despreciado y desechado de los hombres.… Él llevó nuestras enfermedades, y cargó con nuestros dolores.… El castigo, por nuestra paz, cayó sobre Él, y por sus heridas hemos sido sanados» (Isaías 53:3-5).
Tal vez lo más difícil de comprender sea que en la cruz, Jesús hasta se sintió abandonado por su Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27:46).
No podía haber una sensación de separación más dolorosa que esa. Sin embargo, Jesús vino a nuestro mundo voluntariamente para que nosotros pudiéramos conocer la gozosa aceptación de convertirnos en hijos de Dios.
Ese día en la parada de autobús pensé en el rechazo por el que pasó Jesús. Él fue abandonado para que yo pudiera hallar sanidad de espíritu y perdón de pecado por medio de la fe en Él. —DCM