Julia vino a clases sosteniendo en la mano una carta de su novio, el cual vive en otro estado. Tenía miedo de abrirla. Habían discutido por teléfono, y ella había dicho algunas cosas bien feas. Él no la había llamado ni había contestado sus llamadas. Entonces llegó la carta. Si la perdonaba, ella estaría encantada. Pero, ¿y si no?
Alan Paton describió una escena similar en su magnífico libro sobre Sudáfrica titulado Cry, the Beloved Country[Grito, el país amado]. Escrito con una lírica hermosa y un poder sencillo durante los terribles días del apartheid, la novela cuenta la historia de un empobrecido pastor zulú y su esposa. Después de muchos años sin recibir comunicación de sus hijos, los cuales habían ido a Johannesburgo, recibieron una carta. Paton escribió:
«[El pastor] le dio vueltas a la carta, pero no había nada quemostrara de quién era. Él estaba renuente a abrirla, pues una vez se abre algo así, no se puede cerrar de nuevo.»
Habló de ello con su esposa. «¡Cuánto deseamos esa carta!
—dijo ella— y cuando llega, tenemos miedo de abrirla.»
La humanidad necesitaba desesperadamente una carta de Dios. El Señor la envió por inspiración durante muchos años por medio de los escritores del Antigo y Nuevo Testamento. La tenemos en las manos; la llevamos a la iglesia. Sabemos que viene de Dios. Pero, ¿la abrimos para averiguar lo que dice? ¿O tenemos miedo de hacerlo?
Contiene noticias, buenas y malas. Somos pecadores, todos nosotros. Y nuestro pecado nos ha condenado a muerte (Romanos 3:23; 6:23). Pero también contiene estas maravillosas palabras: «La dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro.» Dice cómo vivir de una manera que dé gozo y agrade a Dios, y habla de un maravilloso paraíso que nos espera en los cielos.
No te limites a sostener en la mano la carta de Dios dándole vueltas y más vueltas. ¡Ábrela! ¡Léela! Es la transformadora Palabra de Dios para ti. —DCE