Tenía la cara sucia y el cabello largo y mugriento. La cerveza le había manchado la ropa y el olor se esparcía por todas partes. Cuando entró en el edificio de la iglesia, los asistentes a la reunión del domingo lo ignoraron. Se quedaron pasmados cuando el hombre se acercó al púlpito, se quitó la peluca y comenzó a predicar. En ese preciso instante, se dieron cuenta de que era el pastor.
No sé cómo será en tu caso, pero yo tiendo a ser amigable y a saludar a las personas que conozco y a aquellos que tienen buen aspecto.
Santiago hizo una solemne advertencia a las personas como yo. Dijo: «… si hacéis acepción de personas, cometéis pecado…» (2:9). El favoritismo basado en la apariencia o en la posición económica no tiene lugar en la familia de Dios. De hecho, significa que nos hemos convertido en «jueces con malos pensamientos» (v. 4).
Gracias al Señor, podemos evitar el trato preferencial si amamos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, sin importar quién sea. Alcanzar al hombre que no tiene un hogar, a la mujer hambrienta o al joven con un corazón quebrantado significa que estamos cumpliendo «la ley real, conforme a la Escritura» (v. 8).
En un mundo que aparta con el brazo a los marginados, mostremos el amor de Cristo y abracemos a quienes más necesitan que nos ocupemos de ellos.