Los leones que se paseaban por la reserva de animales Masai Mara, en Kenia, parecían inofensivos. Se revolcaban sobre pequeños arbustos; se refregaban la cara contra las ramas como si estuvieran tratando de peinar sus magníficas melenas; bebían tranquilamente de un arroyo; caminaban sin prisa por el terreno seco y lleno de matorrales como si tuvieran todo el tiempo del mundo. El único momento en que les vi los dientes fue cuando uno de ellos bostezó.
Sin embargo, ese aspecto sereno es engañoso. La razón por la cual pueden estar tan relajados es que no tienen nada a qué temerle: ni escasez de comida ni depredadores naturales. Los leones parecen perezosos e indiferentes, pero son los animales más fuertes y feroces que existen. Con un solo rugido, hacen que todos los demás huyan para protegerse.
A veces, parece que Dios estuviera paseándose. Cuando no lo vemos actuar, llegamos a la conclusión de que no está haciendo nada. Oímos que la gente se burla de Él y dice que no existe, y ansiosamente nos preguntamos por qué no se defiende. Pero a Dios «no lo espantarán sus voces, ni se acobardará por el tropel de ellos» (Isaías 31:4). No tiene nada que temer. Con un solo rugido, hace que sus detractores se dispersen como ratas.
Si te preguntas por qué Dios no está ansioso y tu sí, se debe a que tiene todo bajo control. Él sabe que Jesucristo, el León de Judá, triunfará.