Todo estaba tranquilo en nuestro jardín. Mientras yo trabajaba sobre la mesa del patio, nuestra perra Maggie yacía junto al césped. Un leve remolino de hojas secas cambió la situación. Maggie se levantó y, en un instante, daba vueltas alrededor de un árbol donde una ardilla se aferraba con firmeza al tronco.
Cuando la llamé, Maggie se me acercó, pero no pude hacer que me mirara, ya que su cuello estaba rígidamente fijo en otra dirección. Aunque físicamente estaba cerca de mí, sus pensamientos y sus deseos se enfocaban en aquella ardilla.
Maggie y la ardilla me hicieron recordar con cuánta rapidez nos concentramos en cosas que quitan nuestra mirada de Jesús. Las antiguas tentaciones, las nuevas responsabilidades o los permanentes deseos de obtener bienes y placer pueden desviar de inmediato mi atención de Aquel que conoce y desea lo mejor para mí.
Los fariseos padecían una condición espiritual similar (Mateo 15:8-9). Servían en el templo e instruían a los demás, pero sus corazones estaban lejos de Dios.
Nosotros también podemos enseñar y servir en la iglesia, pero estar alejados del Señor. Incluso nuestras actividades religiosas pierden sentido cuando no tenemos la mirada puesta en Jesús. Sin embargo, si dejamos de ser «duros de cerviz» (Hechos 7:51), el Señor puede hacernos desviar los ojos de las cosas insignificantes y reavivar nuestro corazón.