Hace mucho tiempo, mi esposa decidió que conducir dentro de los límites de velocidad le da una maravillosa sensación de libertad. Ella me dice: «Jamás necesito un radar que detecte a qué velocidad voy, nunca tengo que frenar cuando veo una patrulla policial ni tampoco me preocupo por la posibilidad de tener que pagar una multa por exceder los límites permitidos». Aun en viajes largos, cuando los kilómetros parecen convertirse en una lenta rutina, ella coloca el control de crucero a la velocidad permitida y disfruta del trayecto. «Además —me recuerda—, es la ley».
Romanos 13:1-10 habla de nuestra responsabilidad ante la autoridad del gobierno humano y la de la ley de Dios. Cuando obedecemos a las autoridades gubernamentales, no debemos temer el castigo, y nuestra conciencia está tranquila porque estamos haciendo lo correcto (vv. 3,5).
Pablo instó a los seguidores de Cristo, que vivían en Roma, a darles a las autoridades del gobierno lo que correspondía, fueran impuestos, rentas, respeto u honra (v. 7). No obstante, fue más allá de los reglamentos humanos al escribir: «No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley» (v. 8).
Nuestro deber es obedecer la ley de los hombres y nuestro privilegio consiste en cumplir la ley de Dios al amar a los demás. Además, la Suya es «la ley perfecta que da libertad» (Santiago 1:25 NVI).