A los 19 años, cuando acababa de aceptar a Cristo como Salvador y comencé a asistir a una iglesia, quedé inmediatamente cautivado con el canto de los grandes himnos de la fe. Mi corazón desbordaba de gozo y gratitud al entonar canciones que hablaban del amor de Dios hacia nosotros en Cristo. Poco después, «¡Cristo divino», escrito al final del siglo xvii, se convirtió en uno de mis favoritos. Me encanta la sencillez de la melodía y la grandeza de Aquel a quien exaltan estas palabras:
El Hijo de Dios, de quien cantamos en esta canción, vino a esta tierra, vivió una vida perfecta y se entregó por nosotros en la cruz (Lucas 23:33). Resucitó de la tumba (Lucas 24:6) y ahora está sentado a la diestra de Dios (Hebreos 1:3). Un día, nos uniremos con miles y miles para adorar, diciendo: «Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos» (Apocalipsis 5:13). Quizá también cantemos «Cristo divino».
Mientras tanto, busquemos sabiduría en Su Palabra y sigamos Sus caminos para permitir que Jesús sea «el más bello», por encima de todo en nuestra vida.