Cuando el pequeño Kofi regresó a casa después de la escuela dominical, su mamá le preguntó qué había aprendido esa mañana. Su rápida respuesta expresó un cúmulo de cosas: «Sobre la obediencia… ¡otra vez!».
Aunque tengo muchos años más que Kofi, coincido en que la obediencia a Dios es una lección que debemos aprender una y otra vez, aunque a veces seamos reacios a hacerlo.
Oswald Chambers escribió: «El Señor no me pone reglas, pero deja bien en claro Sus normas. Si mi relación con Él se basa en el amor, haré lo que dice. […] Si vacilo, es porque amo a alguien que coloqué en Su lugar y que compite con Él; es decir, yo».
Cuando somos obedientes, le demostramos a Dios que lo amamos y que confiamos más en Él que en nosotros mismos. Arthur W. Pink dijo que el amor es «un principio activo, y que se expresa […] mediante acciones que agradan al sujeto amado». Obedecer a Dios significa renunciar a lo que nosotros queremos y decidir hacer lo que Él pide.
Dios exige obediencia de parte de Sus seguidores, y Jesús le otorgó suma importancia a este tema. En una ocasión, preguntó: «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?» (Lucas 6:46). Y también presentó este desafío: «Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Juan 14:15).