La vida de Erin era muy distinta a la de la mayoría de los niños de ocho años. Mientras otros corrían, jugaban y tomaban helado, Erin yacía en una cama, se alimentaba por un tubo y casi no podía ver ni oír. Su vida consistía de jeringas, enfermeras y visitas al hospital mientras batallaba contra permanentes enfermedades y profundas discapacidades.
Rodeada de una familia maravillosa que la cuidaba con compasión y la llenaba de amor, Erin murió antes de cumplir nueve años.
¿Qué se puede aprender de una niña preciosa como Erin, que nunca dijo una palabra, ni coloreó un dibujo ni cantó una canción? Un amigo de esa familia lo expresó con suma claridad: «Todos somos mejores personas al haber tenido a Erin como parte de nuestras vidas. Ella nos enseñó qué significa la compasión, el amor incondicional y el aprecio por las cosas sencillas».
Los niños como Erin también nos recuerdan que este mundo no está reservado para los perfectos, los ricos o los atléticos. Cada persona, sin importar su condición física, mental o emocional, está creada a la imagen de Dios (Génesis 1:26-27) y posee el mismo valor e importancia. Nuestro Señor tiene compasión por los débiles, los quebrantados y por todo lo que Él ha hecho (Salmo 145:8-9), y nosotros debemos reflejar ese sentir (Efesios 5:1-2). ¿Hay algún «Erin» en tu vida de quien puedas aprender una lección?