La semana pasada tuve varias oportunidades de mostrar gracia. No lo hice de manera perfecta, pero me sentí bien con la forma en que manejé una situación en particular. En vez de enojarme, dije: «Entiendo cómo pudo haber pasado. Sin duda, algunos de los errores también son culpa mía», y no agregué nada más.
Según mi propia escala de medición, me merecía un puntaje elevado. No perfecto, pero cerca. Merodeando en el fondo de mi mente (odio admitirlo) estaba la idea de que, si era bondadoso, tal vez podía esperar que me trataran del mismo modo en alguna ocasión en el futuro.
El domingo siguiente, por la mañana, nuestra congregación estaba cantando «Sublime gracia»; de pronto, mi actitud audaz me volvió a la mente al pronunciar las palabras «¡Sublime gracia del Señor! […] Yo ciego fui, mas puedo ver; perdido, y Él me halló».
¡¿Qué se había cruzado por mi mente aquella vez?! La bondad que demostramos a los demás no es nuestra. La única razón de poder «administrar» gracia a alguien es porque Dios nos la ha dado a nosotros primero. En nuestro caso, sólo podemos traspasar lo que hemos recibido de Él.
Los buenos administradores buscan oportunidades de transferirles a otros lo que han recibido del Señor. Quiera Dios que todos seamos «buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pedro 4:10).