Conocí a un hacendado que vivía cerca de Lometa, Texas. Sus dos nietos eran mis mejores amigos. Íbamos a la ciudad con él, y lo seguíamos mientras compraba y conversaba con todos. Se detenía por todas partes y preguntaba por un hijo enfermo o un matrimonio difícil, y ofrecía siempre una palabra de ánimo. Compartía pasajes de la Escritura y oraba si era el momento adecuado. Nunca me olvidaré de aquel hombre; era muy especial. No imponía su fe a nadie, pero siempre parecía dejarla por donde pasaba.
El anciano hacendado tenía lo que Pablo llamaba «grato olor de Cristo» (2 Corintios 2:15). Dios lo usó para manifestar «en todo lugar el olor [del] conocimiento [de Cristo]» (v. 14). Ahora ya está con el Señor, pero su fragancia permanece en Lometa.
C. S. Lewis escribió: «Las personas comunes no existen. Nunca has hablado con un mero mortal». Dicho de otra manera, todo contacto humano tiene consecuencias eternas. Cada día, tenemos oportunidades de marcar una diferencia en la vida de quienes nos rodean, a través del testimonio tranquilo de una vida fiel y agradable o de palabras alentadoras a un alma cansada. Nunca subestimes el efecto que puede tener en otros una vida centrada en Cristo.