Al comienzo de la Guerra de la Independencia de Estados Unidos, se lanzó una expedición contra los británicos en Quebec. Al pasar por Newburyport, en Massachusetts, visitaron la tumba del famoso evangelista George Whitefield. Abrieron el féretro y le sacaron el collar y los puños clericales, y los cortaron y repartieron, creyendo erróneamente que eso podría ayudarlos a triunfar.

La expedición fracasó, pero lo que hicieron demostró nuestra tendencia humana a confiar para nuestro bienestar en otras cosas menos importantes —dinero, fuerza humana o tradiciones religiosas— que una relación con Dios. El Señor advirtió de esto a su pueblo cuando, ante la amenaza de una invasión asiria, buscó ayuda de Faraón en lugar de acudir a Él: «Porque así dijo Dios el Señor […]: En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza. Y no quisisteis, sino que dijisteis: No, antes huiremos en caballos; por tanto, vosotros huiréis» (Isaías 30:15-16).

Esa «expedición» también fracasó (como Dios había dicho), y los asirios aplastaron Judá. Pero el Señor también le dijo a su pueblo: «el Señor esperará para tener piedad de vosotros». Aunque hemos confiado en cosas más pequeñas, Dios sigue extendiéndonos su mano. «Bienaventurados todos los que confían en él» (v. 18).