En el ocaso de su vida, los pensamientos de la Sra. Goodrich aparecían y se perdían junto con los recuerdos de una vida intensa y llena de gracia. Sentada al lado de una ventana que daba a la gran bahía Traverse, en Michigan, tomó su libreta. En palabras que poco después no reconocería que eran suyas, escribió: «Aquí estoy en mi sillón favorito, y mi corazón flota. La olas golpeadas por el sol allí abajo en el agua se mueven constantemente… no sé hasta dónde. ¡Pero te doy gracias, querido Padre en las alturas, por tus bendiciones innumerables y tu amor eterno! Siempre me asombra pensar cómo puede ser que esté tan enamorada de Alguien a quien no puedo ver».
El apóstol Pedro reconocía tal maravilla. Había visto a Jesús con sus propios ojos, pero los que leerían su carta no: «a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso» (1 Pedro 1:8). No amamos a Jesús porque se nos ordena hacerlo, sino porque, con la ayuda del Espíritu (v. 11), comenzamos a ver cuánto nos ama Él.
Va más allá de oír que Él se interesa por personas como nosotros; se trata de experimentar personalmente la promesa de Cristo de hacer real en cada etapa de nuestra vida la maravilla de su presencia invisible y de su Espíritu.