De adolescente, Mauro parecía seguro de sí mismo. Pero era una máscara. En realidad, un hogar turbulento lo dejó temeroso, desesperado por aprobación y con una errónea sensación de ser el responsable de los problemas familiares. «Hasta donde recuerdo —dice—, todas las mañanas iba al baño, me miraba al espejo y me gritaba: “Eres estúpido y horrible; todo es culpa tuya”».

Su autodesprecio continuó hasta los 21 años, cuando Dios le reveló su identidad en Cristo. Así lo recuerda: «Me di cuenta de que Dios me amaba incondicionalmente y que eso no cambiaría nunca. Nunca podría comprometer a Dios, y Él nunca me rechazaría». Con el tiempo, Mauro se miró al espejo y se dijo: «Eres amado, eres hermoso, eres talentoso; y no es tu culpa».

Su experiencia ilustra lo que el Espíritu de Dios hace al creyente en Cristo: nos libera del temor, al revelarnos cuán profundamente somos amados (Romanos 8:15, 38-39), y nos confirma que somos hijos de Dios, con todos los beneficios que implica esta posición (8:16-17; 12:6-8). Como resultado, podemos comenzar a vernos correctamente, con una mente renovada (12:2-3).

Hasta hoy, Mauro susurra esas palabras todos los días, reafirmando lo que Dios le dice que es: amado, hermoso y talentoso. Y nosotros también lo somos.