Mientras entraba el auto al garaje, saludé a mi vecina y a su hijita. Con los años, la pequeña se había acostumbrado a nuestras charlas espontáneas que duraban más que los «pocos minutos» prometidos, y se convertían en reuniones de oración. Después de jugar un rato y entretenerse mientras su madre y yo hablábamos, se acercaba corriendo, nos tomaba de las manos y decía sonriendo: «Es hora de orar… de nuevo». Aun a temprana edad, la niña parecía entender lo importante que era la oración en nuestra amistad.
Después de alentar a los creyentes a «[fortalecerse] en el Señor, y en el poder de su fuerza» (Efesios 6:10), el apóstol Pablo ofreció una visión especial sobre el papel vital de la oración constante. Describió la armadura necesaria del creyente durante su andar con el Señor, quien brinda protección, discernimiento y confianza en su verdad (vv. 11-17). Pero también enfatizó que la fortaleza que da Dios surge de la inmersión deliberada en el don vivificador de la oración (vv. 18-20).
Dios nos escucha y se ocupa de nuestras necesidades, ya sea que las expresemos con audacia, las sollocemos en silencio o las guardemos en lo profundo de nuestro dolido corazón. Él desea fortalecernos con su poder; por eso, nos invita a orar una y otra vez.