Aunque María amaba a Jesús, la vida era dura, realmente dura. Se le habían muerto dos hijos y dos nietos, víctimas de disparos. Y ella misma había sufrido un accidente vascular que le dejó medio cuerpo paralizado. No obstante, en cuanto pudo, fue a las reuniones de la iglesia, donde era habitual que, aun con problemas del habla, alabara al Señor con palabras como estas: «Mi alma alaba a Jesús; ¡bendito sea su nombre!».
Mucho antes de que María expresara su alabanza, David escribió las palabras del Salmo 63. El título señala que lo escribió «cuando estaba en el desierto de Judá». Aunque su situación era poco deseable —incluso desesperante—, no se angustió porque tenía su esperanza en Dios: «Dios, Dios mío eres tú; de madrugada te buscaré; mi alma tiene sed de ti, […] en tierra seca y árida donde no hay aguas» (v. 1).
Quizá te encuentres en dificultades, sin una dirección clara ni recursos adecuados. Tales situaciones pueden confundirnos, pero no tienen que desviarnos cuando nos aferramos a Aquel que nos ama (v. 3), satisface (v. 5) ayuda (v. 7), y cuya diestra nos sostiene (v. 8). El amor de Dios es mejor que la vida, por eso, como María y David, podemos expresar nuestra satisfacción con labios que alaban y honran al Señor (vv. 3-5).