La crucifixión era una tortura. Se usaban tiras de piel o clavos para colgar a un condenado en un madero. Igual que un animal indefenso enredado en una cerca de alambres de púas, la víctima podía sobrevivir durante días soportando un dolor extremo. La muerte por lo general se producía por ahogo cuando, colgada de las manos, la víctima perdía la fuerza para respirar.
TRES HOMBRES EN TRES MADEROS
En la primavera del año 33 d.C., la crucifixión de tres hombres en las afueras de las murallas de Jerusalén cambió el curso de la historia del mundo. El acontecimiento en sí era común en el antiguo Oriente Medio.
Y sin embargo, 2.000 años después, el mundo todavía habla de esas tres muertes. En la Biblia de mi abuelo encuentro una explicación del significado de esas muertes. Mi abuelo, M. R. De Haan, escribió lo siguiente con palabras que considero memorables:
«Un hombre murió con culpa en él y sobre él. Otro hombre murió con culpa en él, pero no sobre él. Y el tercero murió con culpa sobre Él pero no en Él.» Desde que encontré esa cita me he aferrado a ella como a una descripción profundamente sencilla de algunas diferencias que todos necesitamos entender.
UNO MURIÓ CON PECADO EN ÉL Y SOBRE ÉL
Fue el primero de los dos ladrones ejecutado ese día. Según la ley de aquella tierra, recibió el castigo que merecía. Un juez que tenía la autoridad del César romano lo sentenció y lo condenó, igual que a una casa que ya no sirve para ser habitada. Parece que el primer ladrón murió enojado. Probablemente estaba
enojado consigo mismo porque lo atraparon, enojado con el juez que lo sentenció, y enojado con todos los que lo habían defraudado. Especialmente, parece haber estado enojado con el hombre llamado Jesús, que inocentemente pendía junto a él. El primer ladrón no era el único que despreciaba a Jesús.
Otros también lo despreciaban. Era fácil estar furioso con alguien que decía ser la luz y la esperanza del mundo, y que pendía allí como un delincuente común que ni siquiera se salvaba a Sí mismo de la muerte. Enojado con Jesús por no ser capaz de ayudarse a Sí mismo ni a nadie más (Lucas 23:39), el primer ladrón murió con su propio pecado en él y sobre él.
UNO MURIÓ CON PECADO EN ÉL PERO NO SOBRE ÉL
Ese día ejecutaron a otro ladrón. Al principio se unió a los otros que ridiculizaban e insultaban a Jesús. Durante un rato, él también se burló de Jesús con el desafío de que se salvara a Sí mismo y a ellos si es que realmente era el Mesías prometido (Mateo 27:37-44).
Sin embargo, a medida que oscureció, el segundo ladrón experimentó un cambio en su corazón. Volviéndose al primer ladrón dijo: «¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo. Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:39-43). Esa puede haber sido una de las diez conversaciones más importantes que se haya registrado jamás. Esas pocas palabras demuestran lo que declara el resto del Nuevo Testamento. El perdón de pecados y la vida eterna son otorgados a todo el que cree en Jesús. Nada más y nada menos. La fe sola en Cristo determina nuestro destino eterno (Juan 3:16-18; Hechos 16:31; Romanos 4:5; Efesios 2:8-9; Tito 3:5).
El segundo ladrón no tuvo tiempo de limpiar su vida. No tuvo tiempo de hacer nada excepto creer en Jesús. En el proceso, nos dio a todos un ejemplo de lo que se necesita para entrar en la familia eterna de Dios. Como respuesta a la más sencilla expresión de fe, Jesús le aseguró el perdón. El segundo ladrón murió con pecado en él, pero no sobre él. El Juez de los cielos quitó la culpa de sus hombros y la colocó sobre Jesús, el que lleva nuestro pecado.
UNO MURIÓ CON PECADO SOBRE ÉL PERO NO EN ÉL
Jesús cargó con la culpa. Murió con el peso del pecado del mundo encima, pero sin la más mínima maldad en Él. Tres días después resucitó de entre los muertos para mostrar que Su muerte, por trágica que fuera, no fue un error. Con un cuerpo cicatrizado y resucitado, Jesús dio a cientos de sus discípulos la evidencia que necesitaban para creer que Él había ocupado su lugar en la muerte. El juicio de Dios había caído sobre Él y no sobre nosotros. Lo que encuentro asombroso además es que esa es nuestra historia. Nosotros estábamos allí. Estábamos allí porque Dios estaba allí en lugar nuestro, llevando nuestros pecados.
También estábamos allí porque todos nosotros responderemos, o bien como el primer ladrón, o bien como el segundo. Las palabras no importan; la fe sí. Si usted no tiene la fe, pero la desea, pídasela a Dios.
Padre celestial, gracias por ayudarnos a vernos a nosotros mismos. En el primer ladrón vemos nuestra
inclinación inicial a aborrecerte, a rechazar tu amor, y a dejar que nuestra ira nos aleje de Ti y de los demás. Gracias por ablandar nuestros corazones para que podamos también vernos en el segundo ladrón, el cual volvió a sus cabales antes de que fuera demasiado tarde.