Silvia se acomodó en un sillón después de un largo día. Miró por la ventana y vio a una pareja anciana luchando para mover un trozo de una cerca vieja que tenía una etiqueta que decía: «gratis». Silvia llamó a su esposo y fueron a ayudarlos. Los cuatro se esforzaron para subir la cerca a un carro y empujarlo hasta la casa de la pareja, a la vuelta de la esquina, riéndose todos en el trayecto por el espectáculo que darían. Cuando volvieron para buscar la segunda parte, la mujer le preguntó a Silvia: «¿Ser mi amiga?». «Sí, claro», le contestó. Más tarde, se enteró de que su nueva amiga vietnamita sabía poco inglés y que se sentía sola, lejos de sus hijos.

En Levítico, Dios les recordó a los israelitas que ellos sabían cómo se sentían los extranjeros (19:34), y la manera de tratar a los demás (vv. 9-18). Él los había escogido como nación, y en retribución, ellos debían amar a sus prójimos como a sí mismos. Jesús, la gran bendición de Dios a las naciones, reafirmó esas palabras y las extendió a todos nosotros: «Amarás al Señor tu Dios […]. Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mateo 22:37-39).

Por el Espíritu Santo que mora en nosotros, podemos amar a Dios y a los demás porque Él nos amó primero (Gálatas 5:22-23; 1 Juan 4:19). Como Silvia, ¿podemos decir: «Sí, claro»?