El ruido fuerte me alarmó. Al reconocer el sonido, corrí hacia la cocina. Accidentalmente, había encendido la cafetera vacía. La desenchufé y tomé el mango del recipiente. Después, palpé el fondo para asegurarme de que no estuviera demasiado caliente para apoyarlo sobre la mesada, y la suave superficie me quemó los dedos, dejando ampollas en mi piel.
Mientras mi esposo me curaba las heridas, yo sacudía la cabeza, ya que sabía que el vidrio estaría caliente. Dije: «Sinceramente, no sé por qué lo toqué».
Mi respuesta después de semejante error me recuerda la reacción de Pablo ante un tema más grave en la Escritura: la naturaleza del pecado.
El apóstol admite desconocer por qué hace cosas que no debería y no hace lo que debe (Romanos 7:15). Tras afirmar que la Escritura establece qué es bueno y malo (v. 7), reconoce la lucha real y compleja entre la carne y el espíritu respecto al pecado (vv. 15-23). Al confesar su debilidad, transmite esperanza de victoria ahora y para siempre (vv. 24-25).
Cuando consagramos nuestras vidas a Cristo, el Espíritu Santo nos da poder para decidir hacer lo bueno (8:8-10) y obedecer la Palabra de Dios. Así, podemos evitar el pecado que nos separa de la vida abundante que Él promete a los que le aman.