Se cuenta de un pobre muchachito campesino que se sacó la gorra para honrar al rey. Al instante, otro sombrero le apareció en la cabeza, lo que hizo que el rey se enojara porque parecía una falta de respeto. Así, el muchacho se sacaba un sombrero tras otro, mientras lo llevaban al palacio para castigarlo. Se quitaba uno, aparecía otro; pero cada vez eran más hermosos, con joyas preciosas y plumas. El sombrero número 500 despertó la envidia del rey, quien perdonó al muchachito y se lo compró por 500 piezas de oro. Al final, sin sombrero, el joven volvió a su casa con libertad y con dinero para sustentar a su familia.
Una viuda se acercó a Eliseo con problemas financieros, temiendo que vendieran a sus hijos como esclavos para que ella saldara sus deudas (2 Reyes 4). Lo único que tenía era una vasija de aceite, pero Dios multiplicó el aceite lo suficiente como para llenar vasijas prestadas, y no solo para pagar sus deudas, sino también para suplir sus necesidades diarias (v. 7).
De manera similar, Dios proveyó lo necesario para salvarme. En bancarrota por mi pecado, Jesús no solo pagó mi deuda, ¡sino que también me dio vida eterna! Sin Él, somos como el pobre campesino, sin medios para pagarle al Rey por nuestras ofensas.