Se ha dicho que el Imperio Romano funcionaba con aceite de oliva. Se usaba para la cocina, el baño, la medicina, las ceremonias, las lámparas y los cosméticos. Durante décadas, el aceite de oliva del sur de España se enviaba por barco a Roma en grandes vasijas de arcilla llamadas ánforas. Estas vasijas, que no valía la pena retornarlas, se desechaban en un montículo de fragmentos cada vez más alto conocido como Monte Testaccio. Estos fragmentos de alrededor de 25 millones de ánforas generaron una colina de fabricación humana que actualmente se eleva en la ribera del río Tíber, en Roma. En el mundo antiguo, el valor de esas vasijas no era su belleza, sino el contenido.
Por esta razón, los seguidores de Cristo del siglo i habrán entendido claramente la ilustración de Pablo sobre la vida de Jesús en cada creyente. «Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros» (2 Corintios 4:7).
Nuestros cuerpos, como las ánforas, son temporales, frágiles y desechables. En este mundo en que vivimos, que valora tanto la belleza exterior, sería prudente que recordáramos que nuestro mayor tesoro es la vida de Jesús en nuestro interior. Quiera Dios que, por Su gracia y Su poder, vivamos de tal manera que otros puedan ver a Cristo en nosotros.
Somos tan sólo las vasijas de arcilla. Jesús es el verdadero tesoro dentro de nosotros.