Hubo un gran revuelo en la aldea al ver unos camiones de socorro que pasaban por el «camino» destrozado por la lluvia. De repente, el convoy divisó la casa del alcalde… aunque este vivía lujosamente en otra parte, mientras que a su pueblo le faltaban las cosas básicas para vivir.
Esta clase de injusticia irritaba al profeta de Dios. Habacuc preguntó: «¿Hasta cuándo, oh Señor, clamaré, y no oirás?» (Habacuc 1:2). Sin embargo, Dios sí había escuchado, y respondió: «¡Ay del que aumenta lo que no es suyo…! […] ¡Ay del que obtiene ganancias ilícitas…!» (2:6, 9 LBLA). ¡El juicio se acercaba!
Aceptamos gustosos el juicio de Dios para los demás, pero, en Habacuc, hay un punto que nos hace detenernos: «el Señor está en su santo templo; calle delante de él toda la tierra» (2:20). Toda la tierra. Los oprimidos y los opresores. A veces, la respuesta adecuada al aparente silencio de Dios es… ¡silencio!
¿Por qué silencio? Porque, con facilidad, olvidamos nuestra propia pobreza espiritual. El silencio nos permite reconocer nuestra maldad en presencia de un Dios santo.
Podemos aprender a confiar en Dios, como Habacuc. No conocemos todos sus caminos, pero sí sabemos que Él es bueno. Nada escapa a su control y sus tiempos.