Nos hacemos esclavos de expectativas que no se pueden satisfacer, que nos frustran.

Los anuncios van dirigidos a nuestro desasosiego, e incluso contribuyen a crearlo

Un anuncio clásico de patatas fritas muestra a un muchacho subiendo a un autobús con una bolsa grande de patatas crujientes. Mientras el niño introduce la mano en la bolsa para tomar otra dice: «Apuesto a que no te puedes comer solo una». Al escuchar el irresistible crujido al masticarla, el chófer del autobús toma «solo una». Claro que sigue comiendo, hasta que al final tiene el sombrero lleno de esas patatitas que crean hábito. Hacia el final del anuncio, el autobús entero está masticando y cantando: «Nadie se puede comer solo una». Eso es increíble si se considera que, en los autobuses que yo tomo, uno no puede lograr ni siquiera que dos personas se hablen entre sí.

Pero los anunciantes son expertos en motivación humana. Quieren crear en nosotros el apetito de tener más. Incluso sin esos anuncios, es ese apetito el que nos impulsa.

Lo que generalmente percibimos como respuesta a nuestro desasosiego es la palabra «más», cuando decimos: «si tuviera…». Nos convencemos de que no hay nada malo en nosotros que no se pueda curar con más tiempo, más casa, más dinero, más amigos, más trabajo, más ropa, más emoción o más comodidades.

Entonces nos tomamos «dos aspirinas» en forma de un buen aumento de sueldo, la casa soñada, un cónyuge, un horario más suave o un fuerte aplauso, y descubrimos que el «dolor de cabeza» del desasosiego vuelve pronto.

La desconcertante verdad es que «más» nunca es suficiente. La falta de contentamiento destruye toda posibilidad de tener paz personal. Nos condena a la olla de presión del desasosiego garantizado.

Somos esclavos de expectativas que no se pueden satisfacer, que nos frustran.

La sabiduría convencional nos dice: «Un hombre debe abarcar más de lo que aprieta». El compromiso a ser excelentes, a servir, a conservarnos puros debe mantenernos tratando de abarcar. Por naturaleza, queremos lograr cosas. Es por eso que Dios nos llama a procurar la paz. Pero gran parte del estrés de la vida moderna es resultado de procurar cosas erradas: una falta de contentamiento mal colocada.

Somos esclavos de expectativas que no se pueden satisfacer, que nos frustran. Esos «impulsos» vienen en tres formas, y nos mantienen ansiosos porque nos hacen querer abarcar más todo el tiempo.

 

1a. Expectativas materiales

Platón dijo reflexivamente:

La pobreza no consiste en la disminución de nuestras posesiones, sino en el aumento de nuestra avaricia.

Siempre hay otra «cosa» que no tienes. Y el aumento de cosas solo crea un apetito de querer más. Una vez teníamos ganas de tener un televisor, pero luego necesitamos dos. Una vez estábamos fascinados con un apartamento propio, pero la emoción pronto fue sustituida por el anhelo de tener una casita propia. A la larga, la casita resultó ser demasiado pequeña. Necesitábamos una casa grande para sentirnos bien… preferiblemente con piscina.

En palabras de Platón, nuestra «pobreza» en realidad es «el aumento de nuestra avaricia». Cenar en McDonald’s era una vez algo especial. Ahora es rutina. Esta noche necesitaríamos un restaurante sofisticado para que nos diera la misma satisfacción. Parece que fue ayer que un aire acondicionado era un lujo para ricos. Hoy, es obligatorio tener uno. El lujo del ayer se ha convertido en la necesidad de hoy.

Las cosas buenas de la vida son realmente buenas cuando Dios las provee a su manera y a su tiempo. Cuando las exigimos, cuando las esperamos, nos esclavizan. Las expectativas materiales nos van a seguir empujando hasta que traspasemos los frágiles límites de la paz.

 

1b. Expectativas de la gente

Vivimos con una frustración crónica permanente porque las personas importantes en nuestra vida no viven a la altura de nuestras expectativas. O no pueden.

Si no estás satisfecho con quienes te rodean, probablemente estés menos satisfecho aún contigo mismo.

El escritor James Dobson señala que, cuando el bebé está en camino, decimos que lo único que queremos es un niño normal. Pero, a partir del nacimiento, ¡queremos un súper niño! Queremos que, o bien haga las cosas que nosotros no pudimos hacer, o que haga exactamente lo que hicimos nosotros. Por alguna razón, sus calificaciones, amigos y estilo nunca son suficientes. Nos concentramos en lo que necesitan para mejorar y pocas veces en lo que han logrado, de manera que nuestros hijos se ven envueltos rápidamente en el torbellino de querer más.

Los matrimonios se convierten en campos de batalla porque nuestros cónyuges nos desilusionan continuamente. Las debilidades se ven más grandes; los puntos fuertes se olvidan, justo lo contrario de lo que sucede en el noviazgo. Esperamos más del príncipe encantado o de nuestra «Cenicienta» y ellos se pueden estar cansando de nunca llegar a ser suficiente.

Estas expectativas de la gente pueden hacer que una persona sea incurablemente desasosegada en su trabajo. No hay condiciones de trabajo ni jefe que en realidad sea lo que tú quieres. Y el síndrome de la insatisfacción puede llegar a la iglesia también. A la larga, siempre hay algo malo en todos los pastores y líderes. Terminamos esperando de la gente que nos rodea una perfección que solo pertenece a Dios.

Si no estás satisfecho con quienes te rodean, probablemente estés menos satisfecho aún contigo mismo. Nos comparamos con normas para criar hijos, normas conyugales o normas de producción que son inalcanzables, y no podemos relajarnos jamás porque nunca somos lo suficientemente buenos.

Marcia se acercó a mí un día para derramar su corazón por lo que estaba sufriendo con su hijo pródigo. Ella se había esforzado mucho y había intentado todo lo que estaba a su alcance, pero él estaba haciendo locuras. Mientras conversábamos, se hizo evidente que Marcia tenía unas normas tan altas para su hijo que no eran razonables; normas que él nunca podría cumplir. Le sugerí que un hijo que nunca es lo suficientemente bueno puede un día dejar de esforzarse en serlo. Puede optar por un rumbo rebelde que elimine toda posibilidad de alcanzar aquellas expectativas imposibles. Su hijo había preferido ignorar las exigencias, produciendo con ello toda una nueva fuente de presión.

Marcia comenzó a llorar mientras revelaba la razón por la que había exigido tanto de su hijo. Ella se crió en la confusión que deja un padre alcohólico.

La agonía de su juventud hizo que tomara la decisión de ser una madre perfecta y tener un hogar ideal. Había caminado por esa cuerda floja durante años, y los problemas de su hijo siempre amenazaban sus metas. Si él no era lo suficientemente bueno, ella no lo era tampoco. Siempre estaba tratando de lograr más de él, y de ella misma. Ninguno de los dos podía encontrar la paz.

Si colocamos nuestras esperanzas de paz en manos de personas imperfectas, esas esperanzas están condenadas a evaporarse.

 

1c. Expectativas de éxito profesional

El éxito profesional nos impulsa a tener horarios que nos causan estrés, sacrificios que nos producen tensiones y transigencias. Nuestra valía se identifica con nuestro trabajo, y no hay lugar en la montaña que sea suficiente. Ni siquiera la cima satisface, como descubrió Alejandro Magno cuando lloró porque no había más mundos que conquistar.

Amy empezó la secundaria con la inutilidad de las expectativas de éxito. Parecía estar triste la mayor parte del tiempo, tan triste, que se vio al borde del suicidio. Aunque superó esas profundidades de la depresión, no sonreía mucho. La ironía de su insatisfacción personal fue que ella era una persona que lograba muchas cosas. La eligieron vicepresidenta del coro de su escuela, pero era muy desgraciada porque no era la presidenta. Ocupaba el segundo lugar en su curso académicamente, pero optó por fijarse en el único estudiante que iba delante de ella y no en los 300 que tenía detrás. Raras veces se calmaba la tormenta en Amy, porque, para ella, la única opción era ganar.

La falta de contentamiento se mueve como una cinta de correr debajo de nuestros pies.

Cualquiera que sea nuestro juego, vamos a perder siempre si creemos que tenemos que ganar. Aspiramos a que nos promuevan al próximo escalón en la compañía, y cuando lo logramos, de inmediato queremos otra promoción, incluso antes de que se seque la pintura fresca de nuestra nueva oficina. No hay premio ni logro que sea suficiente. Castigamos nuestros cuerpos, familias, amigos y salud mental para alcanzar un nivel más de victoria.

Un día, ese insaciable apetito de conquista puede incluso quebrantar el pacto del matrimonio. Existe la «necesidad» de demostrar que tú todavía eres atractivo. Los inocentes coqueteos son tentadores. Tú, tu cónyuge, tus hijos —e incluso tu conquista— terminan sacrificados en el altar del adulterio.

Tener siempre algo que probar es una esclavitud producida por el estrés.

Tener siempre algo que probar es una esclavitud producida por el estrés. La falta de contentamiento se mueve como una cinta de correr debajo de nuestros pies. Siempre estamos corriendo, queriendo más posesiones, esperando más de la gente, más conquistas. No hay descanso en un corredor. La falta de contentamiento es el enemigo mortal de la paz, una profunda raíz de tensión y desasosiego.

 

En lugar de todo ello, considera la ecuación del apóstol Pablo para el contentamiento:

Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto (1 Timoteo 6:6-8).

 

Extrato do libreto – «El valor el estres»  de la serie Tiempo de Buscar de Ministerios Nuestro Pan Diario.