La gente siempre ha sido salva por la fe en Dios y no por el mérito ganado a través de las buenas obras (Hebreos 11:6).

La Biblia es clara en cuanto a que Abraham, el padre del pueblo judío, fue salvo por la fe. Las Escrituras dicen: «Y creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia» (Romanos 4:3). Aunque Abraham no sabía exactamente cómo iba Dios a proveer un Salvador un día, hizo una profunda afirmación acerca de la capacidad de Dios de proporcionar un sustituto cuando se preparaba para sacrificar a su hijo Isaac en el monte Moriah (Génesis 22:8).

El principio de salvación por la fe continuó bajo la ley mosaica. Puesto que nadie podía satisfacer perfectamente las exigencias de la ley, ésta trajo conocimiento del pecado y de lo irremediable de la condición humana (Romanos 3:9-23; 7:7-14; Gálatas 3:19-25). Sus provisiones de sacrificios humanos fueron una revelación más de la gravedad y la fealdad del pecado. Pero la provisión del sacrificio también señaló al Calvario y la provisión de la gracia de Dios. David, quien vivió bajo la ley 1.000 años antes de Cristo, conocía bien el poder de la gracia de Dios, experimentando el perdón y la salvación por medio de la fe (Salmo 32:1-5; Romanos 4:6-8).

La fe en Dios siempre ha involucrado confianza en que Dios de alguna forma proveería el perdón de pecados. La fe siempre esperó la venida de Cristo y Su sacrificio por nosotros. Los creyentes del Antiguo Testamento ofrecían sacrificios como expresión de su fe. En sí mismas, las ofrendas de sacrificio nunca pudieron quitar el pecado. Sin embargo, cuando se ofrecían por fe, Dios las aceptaba porque señalaban a Jesucristo, el único sacrificio digno de expiar todos los pecados del mundo (Hebreos 10:1-17).

Escrito por: Dan Vander Lugt